Es muy temprano para levantarse y hacer cualquier cosa. Hace frío. Yo lo siento así porque el catarro que llevaba amenazándome cinco días se ha presentado en forma de flema en la garganta. Trato de arrancarla. Preparo un desayuno completo de deportista: café y algunas tostadas con mantequilla y mermelada. Y poco más. Trato de salir de casa sin hacer mucho ruido, recojo a Peter y al aeropuerto.
No he dormido mucho, estaba haciendo cuentas mentales, a veces me salían y a veces no. En el coche, tengo que recordarme a mi mismo que soy un caballero y que los que así nos consideramos, no hablamos ni de mujeres conseguidas, ni de dinero ganado, ni de alineaciones con el entrenador. No pregunto. Seguramente porque quiero seguir manteniendo la ilusión hasta el final, hasta el último momento.
Contra todo pronóstico no somos los primeros en llegar. El trabajo silencioso de algunos, sólo puede ser agradecido a base de chascarrillos pseudo-ingeniosos. Pero se agradece. Yo sigo en mis trece. Una coca-cola de 33cl. a 1,90€ casi no duele. Compro “El jueves” pero no lo leo. Los demás sí. Luego el avión, charlas fútiles, otro desayuno, el campo, por fin el campo.
No hay sitio en el vestuario, escaleras arriba, improvisamos bancos en los escalones. La hora no llega, el tiempo se detiene, me pongo el protector bucal y trato de hiperventilarme y salivar un poco, si no a veces me dan arcadas. Ya estoy vestido ¿Por qué no acaban ya? Tino está llamando, va a dar la alineación, pero ellos no terminan, siguen llenándose de ungüentos, y pasándoselos unos a otros como si fueran pociones milagrosas. Decido ponerme mi camiseta de siempre, la más limpia de todas, aquella por la que nadie pujaría en una subasta, yo sí. Podría comprarla barata, pero pagaría cualquier precio por ella. Esas cosas que sólo yo comprendo. Peter me mira la espalda. Me dice: NO, YOU ARE THE FIVE. Algo me recorre el cuerpo.
Trato de relajarme en el calentamiento, recordar otras experiencias parecidas, nunca iguales, me siento bien. El catarro ha desaparecido, no siento nada. Tengo ganas de guerra, espero estar a la altura.
Primer ruck, tengo miedo a cagarla, entrar de lado, meter la mano donde no puedo, o no meterla pudiendo hacerlo. Pero mientras lo pienso, tengo la cabeza metida en un sitio del que no sé si podré sacarla. No sabría reconocer la parte del cuerpo de otro es la que me la está aplastando, o si es amigo o enemigo. Al salir de la montonera un rival me araña la cara con sus uñas mal cortadas. Allí no sirve para nada la manicura francesa. Y ya no hubo más miedos. No hubo más dolor.
Llegó una melé, a pocos metros de la línea de ensayo. Una simple banda de pintura blanca o la mejor metáfora de lo que es la vida, eso es cosa de cada uno. Siete gordos agachados con una camiseta igual que la mía. Ocho enfrente, con aviesas intenciones. Me tengo que colocar. No es un movimiento mecanizado para mí, sigo el croquis mental que me he hecho: 1º Meter la cabeza entre la dos caderas que tengo delante, 2º Tratar que Mario esté cómodo, 3º Apretar bien a José Luis contra mi, 4º Intuir si Rafa quiere girarla o empujar. En el cuarto punto no hay duda, hay que empujar, hay que sacarlos del campo. Y empujamos, ¡Claro que empujamos! Cada esfuerzo intenso que hago se nota en el movimiento, cuanto más aprieto los riñones más rápido avanzamos. Rafa va sobrado. Hemos pasado la línea de ensayo, pero me doy cuenta que entre José Luis y yo hay treinta centímetros. Una vez escuché decir que a Jaime tenía que costarle meter la cabeza entre nosotros. Pero no pasa nada. No he visto nada, pero los buenos, los de verde y blanco, los Mahohs, están celebrando. Jaime la ha plantado. Justo detrás de mis pies, y tengo que tocar el balón, me siento una parte importante de ese ensayo. Más que en aquel otro que quedó como anécdota graciosa. Y no sé si es gregarismo. O si es bueno que alguien que se considera una mente analítica se sienta bien ante tal cosa. O si es bueno transformarse en una bestia y adoptar la forma de la misma cuando tira de un arado. Pero me gusta.
Al final perdemos, de poco, pero tiene una importancia relativa. A mi no me queda nada más que dar. Ni a ninguno de mis compañeros. Hermanos de hoy, y con los que no tendría el privilegio de compartir sangre en una situación que no fuera esta. Padres amantísimos, camareros, profesores, púberes con granos, albañiles, militares, bohemios, veteranos melenudos, jóvenes alopécicos… Y Patricio, no sabes como te entiendo Patricio. Pero el futuro es tuyo. A mi en esto me quedan los presentes, y cada vez son menos. Habrá tiempo de corregir errores y sacar conclusiones. Pero no ahora. Ahora más que nunca somos Mahohs, somos cabras, y salimos del campo con la cabeza muy alta. Por fin lo he entendido del todo. Por fin ya sé lo que es ser jugador de rugby.
Luego cerveza, y licor, y no sé cuantas cosas más. Y entre tantos sentimientos y sin voz, una reflexión que comparto con Juan Cruz: ¿Jugar al Rugby es una excusa para pasarlo bien o pasarlo bien es sólo una excusa para jugar al Rugby?
Gracias a todos, por todo.